Falta de aire, delirio y soledad: la historia de una sobreviviente asmática al COVID-19

Bloomberg/ Paula Dwyer

No estaba asustada. Hasta que empecé a jadear.

Tomé grandes respiros, tratando desesperadamente de tomar un poco de aire. Cuando eso me hizo sentir que estaba respirando fuego, supe que el patógeno se había ido para mis pulmones debilitados por el asma.

El nuevo coronavirus vino por mí con una venganza. Y lo vencí. Ahora estoy completamente recuperada, después de pasar por el infierno y aprender sobre las brechas exasperantes en el sistema de atención médica, y sobre la capacidad del cuerpo humano para defenderse.

Fue a principios de la segunda semana de marzo cuando me golpeó. Desperté con congestión nasal y dolores musculares que nunca antes había sentido. Traté de ignorar las señales. Estaba ocupada, una editora de Bloomberg News en la fecha límite de una historia sobre la respuesta de Estados Unidos al brote, incluido el fiasco del kit de prueba de COVID-19 y otros errores en las primeras etapas de la pandemia. Y estaba a punto de experimentarlo.

En los siguientes días, sentí náuseas. Tuve tos seca. Ya no pude evitar lo obvio cuando mi fiebre alcanzó 38.8 grados y luego, un poco más tarde, 40. Tenía dolor de garganta, escalofríos y otros dolores.

Fue entonces cuando comenzó mi odisea del COVID-19. En este punto, Nueva York tenía menos de 150 casos confirmados (ahora es más de 120 mil), pero pasaron horas para recibir el llamado de la enfermera ya abrumada en el consultorio de mi médico.

Sin kits de prueba

Ella sugirió que era gripe. Reprimí una carcajada, y pedí una prueba de coronavirus. Contestó que su oficina no contaba con kits; tendría que ir a una sala de emergencias. Incluso así, probablemente no cumpliría con los criterios porque no había viajado a China y no había estado en contacto con una persona infectada.

Estaba molesta, pero no sorprendida. El artículo que acababa de terminar tenía a expertos de salud pública que señalaban la locura que era este protocolo, establecido por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por sus siglas en inglés).

Luego la doctora argumentó que no había propagación comunitaria en la ciudad de Nueva York, por lo que tenía que relajarme. Estuve en desacuerdo rotundamente, al haber leído sobre tales mini brotes en la ciudad. Aun así, me enviaron a una clínica de atención urgente a unas 12 cuadras para que me hicieran una prueba de gripe.

Afortunadamente había ordenado cubrebocas y me ‘arrastré’ a la clínica usando uno. Una enfermera me limpió la nariz y un médico, sin nada de equipo de protección, revisó mis signos vitales, escuchó mis pulmones y me hizo algunas preguntas. La enfermera volvió para decirme que la prueba de gripe fue negativa. Y el médico recetó Tamiflu de todos modos.

En mi miseria, tenía compañía a la distancia. Mi compañera de cuarto de la universidad, Nancy, había venido de Boston para una visita el fin de semana antes de que me enfermara. Cenamos en la estación Grand Central. Recorrimos mercados llenos de gente en Williamsburg. Su hija y una amiga cenaron con nosotros en mi departamento.

Cuatro días después, Nancy y yo tuvimos los mismos síntomas. Nos enviamos mensajes de texto constantemente, ayudándonos mutuamente a ser positivas. No sabemos si ambas estuvimos expuestas durante nuestra incursión de compras, si la contagié a ella o ella a mí, pero ambas sabíamos que lo teníamos.

Mucho sudor

Justo después de la prueba de gripe, mi fiebre fluctuó entre 38 y 40. No pude mantener los alimentos o líquidos. Estaba vomitando medicamentos de venta libre. Alterné entre Tylenol para reducir la fiebre y Advil como antiinflamatorio, pero no creo que se hayan quedado en mi estómago el tiempo suficiente para funcionar.

Una cosa que hace este coronavirus es sacudir el sistema inmunológico a toda marcha. Los músculos y las articulaciones se inflaman, y, vaya que eso duele. Apenas podía mover mi cuello. Apenas podía darme la vuelta en la cama. Apenas podía caminar desde la cocina hasta la sala de estar.

Por la noche, me despertaba llena de sudor. Luego vinieron los escalofríos. Me estremecí incontrolablemente debajo de dos mantas con calcetines, pijama de franela y una gorra de esquí.

Una noche, mi cerebro delirante combinó la escuela primaria con la universidad. Soñé que tenía un examen final pero perdí el autobús a la escuela primaria St. Mary’s. Salté de la cama y comencé a vestirme. Vi que eran las 2:30 a.m. y me di cuenta de que estaba teniendo una pesadilla inducida por la fiebre.

Por fin una prueba

Este coronavirus es tortuoso; parece saber quién es el más vulnerable a los ataques. Tuve asma severa en la infancia y aunque lo superé en la adolescencia, mis pulmones nunca han estado completamente operativos. Uso un inhalador en el invierno cuando el aire frío me hace jadear.

Después de leer lo rápido que los pacientes de COVID-19 pueden ir cuesta abajo una vez que contraen neumonía, comencé a sentir pánico cuando empeoró mi dificultad para respirar. Le envié un mensaje a mi médico. Una enfermera me sugirió que me pusiera en contacto con un hospital en particular que estaba ofreciendo pruebas. Lo hice, y me dijeron que eso no era cierto. La enfermera luego comentó que debía llamar a la línea directa del Departamento de Salud de Nueva York.

Después de esperar en la fila durante aproximadamente una hora, un hombre vino a tomar mis datos y dijo que alguien me volvería a llamar.

Nadie lo hizo.

Ese fin de semana fue una niebla interminable de escalofríos, dolores y fiebre.

El lunes, un gran avance: el consultorio de mi médico me envió un mensaje de que podría hacerme la prueba si iba a un sitio en Manhattan. Allí, una enfermera me puso un palo muy largo con un hisopo en la nariz hasta que sentí que había llegado a mi cerebro. Casi me desmayo por el dolor y los mareos.

Dos días después, recibí la noticia de que era positivo. Estaba casi aliviada, al menos tenía confirmación oficial. Si bien mis vómitos, fiebre, dolores y escalofríos habían comenzado a disminuir, mi mayor temor era la tos y la dificultad para respirar. El médico me envió a un hospital para hacerme una radiografía de tórax.

Doblando la esquina

La sala de emergencias estaba llena de una cacofonía de tos. Como era positiva a COVID-19, me pusieron en una habitación sola. Y allí esperé durante más de seis horas hasta que introdujeron una máquina de rayos X móvil. Una hora después, un asistente médico me dijo que tenía neumonía y que debería considerar ser admitida en el hospital.

Absolutamente no, señalé. Quería volver a mi departamento para seguir luchando contra el virus, que sentía que ya estaba superando. Ella accedió a dejarme ir a casa con una receta para un antibiótico poderoso. «Esperemos que su neumonía sea bacteriana y no viral», apuntó. «¿Y si es viral?» Pregunté, sabiendo la respuesta. «El antibiótico no funcionará».

Funcionó. Después de cinco días, podía respirar más fácilmente. Mi temperatura bajó. Pude comer, aunque la comida todavía sabía horrible. Regresé al trabajo, desde casa, por supuesto. Serían otras dos semanas antes de que pudiera durar un día completo.

Tengo mucha simpatía por tener que pasar por el trauma por mi cuenta, pero estoy agradecida de vivir sola. Al menos podía moverme por mi departamento, y nadie podía verme en mi estado de desorden.

Nancy, que también dio positivo, tuvo que aislarse en una habitación, aunque eso no impidió que su esposo se contagiara; ahora sufre terriblemente con fiebre alta y vómitos. Afortunadamente no infectamos a la hija de Nancy ni a su amiga, y si lo hicimos, eran asintomáticas. Para estar seguros, estuvieron en cuarentena durante dos semanas.

Al final, estoy agradecida por vivirlo. Y para mi hijo y otros miembros de la familia y amigos y colegas que me mantuvieron en contacto por correo, mensajes de texto, llamadas, Zoom y FaceTime. Estaba sola físicamente, no psíquicamente. Y eso hizo toda la diferencia.

Publicado en El Financiero

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