El Interés de todos

Lo que debería ser la playa del pueblo está ocupado por cinco o seis casas construidas en terrenos que todos en el pueblo recuerdan como dunas de arena recubiertas de plantitas. Llegó un gringo, le quitó las plantitas y vendió los terrenos. Hace tiempo que el mar se llevó la arena y los compradores han ido construyendo muretes de piedra para defender sus casas y terrenos de lo que parece cuestión de tiempo: que se los coma el mar.
Por lo pronto, nadie puede pasear a la orilla del mar porque no quedó playa. Fuera de la madrugada, cuando la marea baja, el mar choca todo el día contra los muretes.
En Cabo Pulmo, pequeña comunidad en Baja California Sur, la gente conoce los alcances y límites del poder del Estado. Ahí se ha dado una de las más bellas historias de preservación del medio ambiente en nuestro país. Impulsado por la Universidad Autónoma de Baja California Sur la zona fue declarada, en 1995, Área Natural Protegida por ser uno de los tres últimos arrecifes con coral vivo en Norteamérica. Los habitantes dejaron de pescar y se han convertido en los principales guardianes del arrecife. Y aunque algunas restricciones les parecen excesivas, las acatan, pero también ven la facilidad con que otros se burlan de ellas.
“Hace poco vino la Semarnat y le puso clausurado a una de las casas de la orilla (porque construía un muro cada vez más grande para detener el mar) y llegó el dueño, un gringo, y arrancó los sellos muerto de la risa y siguió la construcción”, me platica don Ricardo Castro, nieto del fundador del pueblo, mientras vemos la costa desde una lancha.
Don Ricardo no tiene nada contra los estadounidenses, pero ve que con dinero corrompen fácilmente a las autoridades. Hace 18 años que dejó de pescar y él y sus hijos viven del turismo, rentan equipo para buceo y snorkel y llevan a los grupos a ver el arrecife.
Cabo Pulmo es chiquitito y todo da la impresión de fragilidad. El arrecife, que lo es por naturaleza, la comunidad y sus habitantes inmersos en pleitos por despojos y disputas por la propiedad de la tierra —como casi todas los pueblos mexicanos— y la presión de grandes inversionistas, que buscan explotar la zona construyendo en las cercanías del Parque Nacional enormes complejos turísticos.
“Nunca hemos estado contra el desarrollo”, me dice enfático don Ricardo. “Queremos que venga gente, es de lo que comemos. Pero algo moderado, que no destruya”.
La fragilidad que se siente es la falta de autoridad. Autoridad que resuelva los pleitos añejos que dividen al pueblo, autoridad que defina lo que se puede y lo que no, que repare los daños cometidos por la corrupción, como la ausencia de playa, autoridad que proteja frente a desarrolladores sin escrúpulos y organice —junto con la comunidad— un desarrollo deseable y armónico.
Si en otras partes del país el vacío de autoridad lo llenaron delincuentes y traficantes, aquí parece estar a punto de sucumbir definitivamente al poder del dinero. Ojalá no sea así y esta parte de la península de Baja California Sur se convierta en el primer lugar del país que se desarrolle pensando en crear fuentes de trabajo pero preservando la belleza y el entorno. Que mucha gente pueda venir, pero que se haga sin arrasar a don Ricardo y a toda la familia Castro, que se haga sin acabar con las miles de especies que nadan en esas aguas y manteniendo vivo el arrecife. Que en veinte años sea un lugar reconocible.
Don Ricardo nació en Cabo Pulmo hace 66 años. Él sabe, ha sido testigo de la desigual capacidad del Estado mexicano para hacerse respetar. Todos los mexicanos lo sabemos. Por eso cuando se trata de Cabo Pulmo o de nuestros recursos naturales, lo que más preocupa es esa incapacidad, tantas veces demostrada, para regular cualquier actividad y hacer prevalecer el intereses de todos.

Publicado en eldiariodeveracruz.com

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