Una asignatura para aprender a gestionar los sentimientos

Miguel Ángel García Vega

Ansiedad, depresión, suicidio, acoso. Felicidad, resiliencia, ética. Esta es la divergencia del tiempo actual. Un aula, un colegio, es la reproducción de una sociedad en miniatura. Los chicos y chicas actuales tienen que sobrevivir en un mundo que, ha demostrado, amanece impredecible y brutal, y donde resulta fácil perder el rumbo como en un océano sin horizonte. Nadie puede escoger la época en la que vive, solo aprender a sortear —lo mejor posible— sus desafíos. Una de las esperanzas es la educación emocional. Un concepto de hace siglos. “En la Ética a Nicómaco [quizá el libro más trascendente de Aristóteles], el filósofo cita a Platón cuando afirma que la buena educación es desarrollar aquello que hace falta ‘para alegrarse y entristecerse con lo que es debido”, recuerda Juan Pablo Dabdoub, profesor de la Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra. Después llegaron pensadores (Louis Raths, Nel Noddings o Lawrence Kohlberg) que apuntalaron estos antiguos principios. Sobre todo el escritor, psicólogo y periodista (trabajó en The New York Times) estadounidense Daniel Goleman, quien, en 1995, publicó el superventas Inteligencia emocional.

En apenas una docena de años hemos vivido dos crisis económicas mundiales y una pandemia. “Después de la covid-19 noto más crisis de ansiedad y en edades más tempranas. El ambiente de miedo, incertidumbre y horas con las mascarillas favorecen esta situación. Hay chicas de 12 años que se quedan sin aire”, advierte Ana Eva Santos, profesora de Inglés en Valencia y corresponsable de Rencuadre, una empresa centrada en las habilidades comunicativas dentro del espacio de la enseñanza. Esa ágora que es la escuela tiene la fragilidad de un hueso de jilguero. “Me preocupa el estrés porque es la entrada a problemas muy serios, como los suicidios o la ansiedad entre los jóvenes”, observa Begoña Ibarrola, psicóloga, escritora y experta en educación emocional. Tiene motivos. En 2020 —durante las olas pandémicas más duras—, el suicidio fue la primera causa de muerte no natural entre jóvenes de 15 a 29 años. Esta disciplina, la educación emocional, enseña resiliencia, pensamiento positivo, empatía. Una frontera. “Pero no resulta fácil ser resiliente o empático. Hay que aprenderlo”, dice Ibarrola.

La educación del carácter —resume Juan Pablo Dabdoub— parte de las tres H: cabeza (head, en inglés), corazón (heart) y manos (hands). Cabeza para discernir lo bueno acorde a las circunstancias; corazón con el fin de preocuparse por aquello que la cabeza ha elegido (y tener las emociones más convenientes en cada momento), y manos destinadas a poner en práctica las elecciones y lo deseado. Pero los buenos propósitos —se ha demostrado, por ejemplo, con la famosa autorregulación de los mercados financieros— necesitan normativa. La ley estatal de educación de 2020, la LOMLOE, recoge por primera vez las palabras educación emocional. “Ahora necesita ser regulada y hace falta profesorado para convertirse en una realidad”, aporta Rafael Bisquerra, presidente de la Red Internacional de Educación Emocional y Bienestar (RIEEB). ¿Quién puede enseñar lo que ignora? ¿Se puede impartir resiliencia si uno no lo es? ¿Se puede ser empático si tampoco se posee esa virtud? “Todas las personas tenemos la capacidad de mejorar las habilidades sociales”, defiende Ana Eva Santos. Por ahora, solo la Universidad de La Laguna (Tenerife) imparte esta disciplina a escala académica pensando en formar profesores.

Respuesta no atendida

“La educación emocional es una respuesta a necesidades personales y sociales que no están siendo atendidas”, reflexiona Rafael Bisquerra. Muchos expertos coindicen en que debería ser una “asignatura” transversal y también específica. Que empezara desde los tres hasta los 18 años. En todas las materias. “Los padres quieren que sus hijos sean felices, pero solo se centran en la parte cognitiva. Es una contradicción. Urgen también los “afectos”, sostiene María José Lozano, profesora de Lengua y Literatura castellana y valenciana en el Colegio Pío XII y codirectora de Reencuadre. El relato es sumar no escoger. Pocos dudan del valor de la alfabetización digital. “Las personas que son capaces de gestionar mejor la educación emocional consiguen con mayor facilidad, y utilizaré una palabra que no me gusta, el éxito profesional”, ahonda la docente.

Bajo esta entropía, cada centro redacta su propia narrativa. El mar también es el borde de la Tierra y en el Colegio CEU San Pablo Montepríncipe (Madrid) han entendido que los chicos jamás deben, ni siquiera, acercarse a ese precipicio. Desde hace seis años han creado el programa Líderes con corazón. “Los niños que trabajan la educación emocional son más generosos, optimistas; felices”, detalla María José Bello, directora del espacio. “Hay que darles otras herramientas a parte de las académicas”. Desde los tres hasta los 18 años. Ese es el tiempo que dedican a aprenderlas en sus pupitres, y “es una formación continua”. Una enseñanza transversal. Por ejemplo, contra el acoso escolar. Porque los chavales aprenden una lección de primero de Humanidad: “Saber ponerse en el lugar del otro”, subraya la maestra. De súbito ha regresado la palabra feliz a las aulas. Antes todo eran conocimientos y habilidades. Esperemos que estos días no pierda su significado.

Publicado en El País

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