Mujeres privadas de la libertad: Entre la explotación laboral y el desempleo

Blanca Juárez

Miles de mujeres privadas de la libertad son explotadas laboralmente por empresas concesionarias en las penitenciarías o por organizaciones que les llevan proyectos de autoempleo, pero en realidad lucran con su situación.

Y las mujeres que logran salir, se enfrentan al rechazo de los centros de trabajo. Sin documentos, sin hogar ni dinero, sin capacitación laboral, desactualizadas de lo que ha sucedido de este otro lado de los muros, con una estigmatización a cuestas y muchas de ellas ya en la tercera edad, difícilmente logran conseguir un empleo.

“El sistema penitenciario es un mundo tan, tan diferente al mundo en libertad”, dice Beatriz Maldonado, directora de la asociación Mujeres Unidas por la Libertad.

La activista explica lo que parece una obviedad, pero no lo es, pues realmente no alcanzamos a dimensionar la diferencia de esos dos mundos. “Todo el tiempo estamos pidiéndole a Dios una oportunidad, pidiendo que se abra esa puerta”, lo dice con una gran desesperación, como si volviera a estar dentro de un penal.

Luego vuelve a la otra sensación y habla lento: “Estamos idas, como que nuestra alma nos abandona y parecemos zombies”. Y así es como las tratan las empresas que se aprovechan de su fuerza de trabajo sin pagarles lo justo.

Beatriz Maldonado cuenta que algunas organizaciones han llevado a los centros penitenciarios talleres de amigurumis, que son figuras de animales o personajes tejidos con ganchillo. “Estas miniempresas lucran con las mujeres, pues cada muñeco de unos 30 centímetros se los pagan a 100 pesos y afuera lo venden a 1,000”.

Las personas, al saber que son hechos por mujeres privadas de su libertad y con la intención de ayudarlas, los compran a ese precio, señala.

“Cuando les dé artritis por tejer tanto, eso que les pagan no les va a alcanzar para comprar el medicamento”, avizora. El reconocimiento de enfermedades de trabajo no es algo que vaya a suceder para las mujeres y otras personas en prisión.

En el Centro Femenil de Reinserción Social de Tepepan, continúa Beatriz Maldonado, entró una pequeña empresa de empaquetado de cucharas de plástico. “Las mujeres que se apuntan en su taller tienen que embolsar un millar y el ciento se los pagan a 9 pesos”.

Entre condiciones desfavorables y carencias

“Las prisiones son hechas por hombres y para hombres”, es lo primero que dice Beatriz Maldonado en entrevista. Pero para tener más precisión en esa afirmación, habría que decir que para hombres pobres y racializados.

La infraestructura, los servicios y la atención que proporcionan para la rehabilitación y reinsersión no le sirven a los hombres, pero mucho menos a las mujeres y personas no binarias, pues no están pensadas para esa población.

Beatriz Maldonado estuvo en el Centro Femenil de Readaptación Social Santa Martha Acatitla. El primer gran choque emocional que tuvo al llegar, o de los primeros, fueron los baños, eran como de mazmorras, describe. “Me daba muchísimo temor agarrar una infección”. Pero no sólo a eso le temía, “era como si un monstruo fuera a salir de esa taza y te fuera a comer”.

La siguiente realidad que debió enfrentar fue cómo gestionar su menstruación. Recién llegada, quizá por la presión, su periodo se adelantó y no tenía acceso a toallas o algún otro producto porque, aunque es su obligación, los penales no se los proporcionan. El día de visita no sería pronto, así que usó su calcetín, después el otro. “Luego, corté mi playera en varios pedazos para el resto de los días”.

Son muchas las carencias, dice, “desde el acceso a la justicia, al derecho a la salud sexual y reproductiva, a la salud mental, a la capacitación laboral. Necesitamos médicos especialistas, ginecólogos, pediatras, geriatras, dentistas”.

Muchas mujeres se arrancan los dientes que están flojos o que les molestan, cuenta. “A mí me pasó, le pedí a mi amiga que me ayudara a sacarme una muela de juicio porque ya no podía con el dolor”. Amarraron la pieza con una agujeta y luego… un jalón.

“Faltan insumos de higiene personal, como champú, jabón, pasta de dientes”. Necesitan muchos servicios y productos, pero no tienen dinero, muchas no reciben ayuda de sus familias y los trabajos que les dan en prisión les remuneran menos que un salario mínimo.

Un día de visita, Beatriz vio a una señora comiendo una mojarra que llevó para compartirla con su familiar. “La mojarra era grandísima y se la comían con tanto gusto. Me dio tristeza porque yo no podía tener una. Pero cuando trabajé en la cocina, una vez pedí que nos llevaran mojarras”. Les compraron filetes de pescado, pero se sintió parecido.

La cocina estaba concesionada a una empresa privada y le pagaban 250 pesos al mes. “Las prisiones no son espacios dignos. Estar detrás de las rejas no significa que dejemos de ser seres humanos”, nos recuerda.

Un llamado a las empresas

En 2019, al recuperar su libertad, junto con otras mujeres que estuvieron bajo el sistema penitenciario, fundaron la asociación Mujeres Unidas por la Libertad. Parte del trabajo que realizan, además de visibilizar las condiciones que padecen y luchar por quitar estigmas, es crear alianzas con instituciones, organizaciones y empresas para ayudar a sus compañeras.

La primera gran dificultad que enfrentan muchas mujeres al salir es la falta de vivienda. Al preguntarle qué le pedirían al Estado y qué le pedirían a las empresas, dice: “Al Estado, que nos proporcione un espacio para convertirlo en casa temporal para darle seguimiento a su reinserción social con programas estructurales e integrales”.

Algunas mujeres fueron abandonadas por sus familias, otras no pueden volver a sus hogares porque ahí fueron violentadas. “Viven en la calle, recogiendo cartón de la calle o botellas reciclables para venderlas”.

El otro obstáculo es no contar con documentos. Para ello, el Instituto Nacional Electoral (INE) las ha apoyado mucho, asegura Beatriz Maldonado, acelerando el trámite para que cuenten con su identificación oficial.

La credencial no sirve para votar, pero sí para presentarse a pedir trabajo y obtener otros documentos, como la Clave Única de Registro de Población (CURP). Pero ni ganas de ir participar en un proceso electoral, con la decepción que tienen por el Estado, dice Beatriz.

“A las empresas les pediría que sean conscientes: las mujeres privadas de su libertad son personas con derecho a un empleo digno dentro de prisión. Acérquense a la Subsecretaría Penitenciaria con sus proyectos de trabajo decente” y no las exploten.

Muchas solamente necesitan un empujoncito, dice. “Si hiciéramos un concurso de ‘Buscando talento dentro de prisión’ veríamos que unas tienen habilidades gastronómicas, textiles, saben hacer cosas con madera. Bueno, son bastantes”.

También les pide que contraten a mujeres que han recuperado su libertad. “Yo salí a la edad de oro, a los 50 años. De por sí no contratan a gente de esa edad, además nosotras tenemos la desventaja del estigma y la discriminación”.

La idea de salir a la calle nuevamente, después de haber pasado por un proceso penitenciario da ganas de respirar muy hondo. Pero las mujeres dejan la prisión con temor. “Sentimos que la gente se va a dar cuenta que estuvimos en prisión, que van a desconfiar de nosotras, que nos van a despreciar. No tenemos dinero, tampoco oportunidades y muchas, ni casa”.

Por eso, Beatriz Maldonado se dirige a toda persona que haya llegado hasta este punto de la lectura: “Las mujeres privadas de su libertad tomaron malas decisiones, cometieron un error, estuvieron en un lugar equivocado o hubo una fabricación de delito”. Sin apoyo, tienen muchas probabilidades de regresar a prisión, dice.

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